viernes, 28 de junio de 2013

Tejiendo la Vida...

TEJIENDO LA VIDA


-    Sí, ya sé: acá lo van a poner al abuelito, ¿verdad? El abuelo era un gran amigo mío. Y  seguramente fue un gran amigo para vos, papá. Y un gran padre para mamá, ¿no?
-    Sí, hijo.
-    Lo que se dice, “un gran hombre”.
Observando atentamente lo que sería tu sepultura, Miguel había dejado escapar sus pensamientos como quien enuncia un discurso solemne. Una vez más  me había sorprendido con sus expresiones, con su sabiduría de niño y adulto a la vez. Me acababa de demostrar que quizás no era necesario una vida llena de experiencias para aprender que la vida y la muerte van juntas, que no es necesario “aprender” a aceptar la partida de los que amamos si desde el inicio sabemos que vivir y morir son escenas del mismo acto, o que en todo caso no se muere, sino que se vive de otro modo...  Al menos eso me enseñaba Yamila, cada vez que planeaba viajes al cielo, como si se tratara de organizar las vacaciones, para visitarte y mostrarte las fotos... Ya en el minuto mismo de su nacimiento mi hijo me había confirmado cómo la vida está sujeta por un hilo delgadísimo; y entonces comprendí esa frase tan repetida y a veces tan poco sentida. Supe  que por alguna razón todo había comenzado a equilibrarse: latidos, llanto, respiración, color, tono muscular... La vida había comenzado plena, para llenarme de sorpresas, siempre, como lo había hecho desde el primer segundo de su llegada al mundo.
Regresando desde el cementerio familiar hacia la casa, por aquel camino de arena que, como  cada verano, escuchaba mis pasos acompasados, entre aquellos montes que escondían secretos goces y llantos de mi infancia, de mi vida entera, muchas veces recorrido y nunca acabado de descubrir por entero; regresando, decía, comencé a recordar aquella mañana del miércoles 21 de abril del ’99...
Habíamos ido a Santo Domingo a rezar un rosario con mamá, para que salieras bien de la operación. El “hágase tu voluntad  así en la tierra como en el cielo” significaba en ese momento un compromiso muy grande con mi fe. ¡Cuántas veces lo decimos cuando en verdad no aceptamos la realidad! “Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. ¿Sería ya tu hora? “... a Ti, celestial princesa, yo te ofrezco en este día, alma, vida y corazón; no me dejes, Madre mía, morir sin confesión. Creo en Dios, espero en Dios, y amo a Dios sobre todas las cosas, amén.” ¿Habría terminado la operación? El médico había dicho que podrías no pasarla... que era muy complicada... ¿Habría...?  Como si no decir pudiera de algún modo alejar lo que  alude la palabra, comenzamos desde ese día a evitar pronunciar algunas que flotaban tratando de llegar a nuestros labios, iban y venían, rebotaban en uno y otro de nosotros, no les dábamos cabida; pero en cambio ellas se vengaban y nos arrancaban un gesto, nos ahogaban la risa, seguramente  que por querer entrar por algún lado era que a veces sentíamos que teníamos un hueco en el pecho…  Y si no... Si no podían con nuestra tenacidad, nos asestaban otro de sus golpes: se llevaban a todas, y nos dejaban sin palabras...
Fueron largos meses de lucha con la esperanza y la desesperanza... Meses de repensar la vida y pensar la muerte. A medida que perdías kilos íbamos sumando fortaleza, unión familiar, modificando escalas de valores… Y nos dábamos cuenta, a pesar de no decirlo, de que vos estabas más conciente que cualquiera de la verdadera causa que te aquejaba. Fue duro descubrir que aún había gente, médicos, que lucraban con el dolor de los familiares enfermos, y que vos te dieras cuenta...
Mientras te cuidaba viajaba en el tiempo, al de tus juegos y también al de tus retos. A mi rebeldía adolescente, crítica, implacable en mis juicios del mundo adulto. Todo se suaviza y aligera cuando nos ha barnizado la maternidad, la vida con sus golpes de gracia y sus azotes de furia...
Y pensaba en esta familia que formaste, que formaron tus antepasados, desde aquel año 1880 en que el bisabuelo, huyendo de los recuerdos de la guerra, embarcó hacia América. Tu abuelo te habló de su patria, de sus experiencias, y hubo muchas cosas que no contó pero que sus ojos vidriosos te dijeron más que cualquier palabra; así como los tuyos eran espejos de tus pensamientos, de tu dolor... Vos también recordabas como yo. Y seguramente pasó por tu corazón el día en que tu padre corrió al correo para avisar de la gravedad del bisabuelo a sus hermanos. Perdiste a los dos sin que la vida te diera un respiro, una oscuridad repentina en medio de tantas alegrías pasadas y por venir. 
A veces pareciera que sólo recordamos lo que tiene color gris y huele a ausencia. Quizás sea injusto recordar esta historia de este modo, a partir de las pérdidas. Quizás lo verdaderamente injusto sea pensar en las ausencias como pérdidas. Tengo la riqueza de tu vida y el aprendizaje que fue en mi existencia cada uno de los naufragios del alma. De cada uno salí preparada para ser un poco más optimista, menos prejuiciosa o exigente.
El tiempo pasó, inalterablemente, y llegaron días claros, luminosos, y otros de lluvia y frío. También el de tu partida. Nunca entendí tan bien la frase “descanse en paz”, nunca tuve la certeza tan absoluta de la vida eterna y nuestro futuro reencuentro; jamás había tenido tanta calma como cuando supe que habías dejado de sufrir.
Tu abuelo vino de Italia, escapando de la guerra. Mi suegra vino de Siria, escapando de la persecución musulmana. Trabajó toda su vida para legar a sus hijos y nietos un buen hogar. Fue difícil luchar con un idioma diferente, en una sociedad también distinta. Se hizo un lugar, modificó costumbres, y cuando la vida la dejó a solas, siguió luchando por su familia. Hasta que su corazón le pidió dejar la vida, porque ella no hubiera querido hacerlo. Nos dejó de golpe, sin darnos tiempo a pensar en la posibilidad de perderla. Todo el sufrimiento que Dios le evitó pasó por nuestro corazón.
Tuve que soportar tu agonía para darle gracias a Dios por aquel desgarro repentino.  Años más tarde, moriría su hijo, esposa y nietos en un cruel accidente. Y supe que su partida había sido una bendición divina…

Como siempre, la vida me mostró que los planes de Dios son insondables y sólo la fe nos da la respuesta.

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