TEJIENDO
LA VIDA
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Sí,
ya sé: acá lo van a poner al abuelito, ¿verdad? El abuelo era un gran amigo
mío. Y seguramente fue un gran amigo
para vos, papá. Y un gran padre para mamá, ¿no?
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Sí,
hijo.
-
Lo
que se dice, “un gran hombre”.
Observando
atentamente lo que sería tu sepultura, Miguel había dejado escapar sus
pensamientos como quien enuncia un discurso solemne. Una vez más me había sorprendido con sus expresiones, con
su sabiduría de niño y adulto a la vez. Me acababa de demostrar que quizás no
era necesario una vida llena de experiencias para aprender que la vida y la
muerte van juntas, que no es necesario “aprender” a aceptar la partida de los
que amamos si desde el inicio sabemos que vivir y morir son escenas del mismo
acto, o que en todo caso no se muere, sino que se vive de otro modo... Al menos eso me enseñaba Yamila, cada vez que
planeaba viajes al cielo, como si se tratara de organizar las vacaciones, para
visitarte y mostrarte las fotos... Ya en el minuto mismo de su nacimiento mi
hijo me había confirmado cómo la vida está sujeta por un hilo delgadísimo; y
entonces comprendí esa frase tan repetida y a veces tan poco sentida. Supe que por alguna razón todo había comenzado a
equilibrarse: latidos, llanto, respiración, color, tono muscular... La vida
había comenzado plena, para llenarme de sorpresas, siempre, como lo había hecho
desde el primer segundo de su llegada al mundo.
Regresando
desde el cementerio familiar hacia la casa, por aquel camino de arena que, como
cada verano, escuchaba mis pasos
acompasados, entre aquellos montes que escondían secretos goces y llantos de mi
infancia, de mi vida entera, muchas veces recorrido y nunca acabado de
descubrir por entero; regresando, decía, comencé a recordar aquella mañana del
miércoles 21 de abril del ’99...
Habíamos
ido a Santo Domingo a rezar un rosario con mamá, para que salieras bien de la
operación. El “hágase tu voluntad así en
la tierra como en el cielo” significaba en ese momento un compromiso muy grande
con mi fe. ¡Cuántas veces lo decimos cuando en verdad no aceptamos la realidad!
“Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”.
¿Sería ya tu hora? “... a Ti, celestial princesa, yo te ofrezco en este día,
alma, vida y corazón; no me dejes, Madre mía, morir sin confesión. Creo en
Dios, espero en Dios, y amo a Dios sobre todas las cosas, amén.” ¿Habría
terminado la operación? El médico había dicho que podrías no pasarla... que era
muy complicada... ¿Habría...? Como si no
decir pudiera de algún modo alejar lo que
alude la palabra, comenzamos desde ese día a evitar pronunciar algunas
que flotaban tratando de llegar a nuestros labios, iban y venían, rebotaban en
uno y otro de nosotros, no les dábamos cabida; pero en cambio ellas se vengaban
y nos arrancaban un gesto, nos ahogaban la risa, seguramente que por querer entrar por algún lado era que
a veces sentíamos que teníamos un hueco en el pecho… Y si no... Si no podían con nuestra
tenacidad, nos asestaban otro de sus golpes: se llevaban a todas, y nos dejaban
sin palabras...
Fueron
largos meses de lucha con la esperanza y la desesperanza... Meses de repensar
la vida y pensar la muerte. A medida que perdías kilos íbamos sumando
fortaleza, unión familiar, modificando escalas de valores… Y nos dábamos
cuenta, a pesar de no decirlo, de que vos estabas más conciente que cualquiera
de la verdadera causa que te aquejaba. Fue duro descubrir que aún había gente,
médicos, que lucraban con el dolor de los familiares enfermos, y que vos te
dieras cuenta...
Mientras
te cuidaba viajaba en el tiempo, al de tus juegos y también al de tus retos. A
mi rebeldía adolescente, crítica, implacable en mis juicios del mundo adulto.
Todo se suaviza y aligera cuando nos ha barnizado la maternidad, la vida con
sus golpes de gracia y sus azotes de furia...
Y pensaba en esta
familia que formaste, que formaron tus antepasados, desde aquel año 1880 en que
el bisabuelo, huyendo de los recuerdos de la guerra, embarcó hacia América. Tu
abuelo te habló de su patria, de sus experiencias, y hubo muchas cosas que no
contó pero que sus ojos vidriosos te dijeron más que cualquier palabra; así
como los tuyos eran espejos de tus pensamientos, de tu dolor... Vos también
recordabas como yo. Y seguramente pasó por tu corazón el día en que tu padre
corrió al correo para avisar de la gravedad del bisabuelo a sus hermanos.
Perdiste a los dos sin que la vida te diera un respiro, una oscuridad repentina
en medio de tantas alegrías pasadas y por venir.
A
veces pareciera que sólo recordamos lo que tiene color gris y huele a ausencia.
Quizás sea injusto recordar esta historia de este modo, a partir de las
pérdidas. Quizás lo verdaderamente injusto sea pensar en las ausencias como
pérdidas. Tengo la riqueza de tu vida y el aprendizaje que fue en mi existencia
cada uno de los naufragios del alma. De cada uno salí preparada para ser un
poco más optimista, menos prejuiciosa o exigente.
El
tiempo pasó, inalterablemente, y llegaron días claros, luminosos, y otros de
lluvia y frío. También el de tu partida. Nunca entendí tan bien la frase
“descanse en paz”, nunca tuve la certeza tan absoluta de la vida eterna y
nuestro futuro reencuentro; jamás había tenido tanta calma como cuando supe que
habías dejado de sufrir.
Tu
abuelo vino de Italia, escapando de la guerra. Mi suegra vino de Siria,
escapando de la persecución musulmana. Trabajó toda su vida para legar a sus
hijos y nietos un buen hogar. Fue difícil luchar con un idioma diferente, en
una sociedad también distinta. Se hizo un lugar, modificó costumbres, y cuando
la vida la dejó a solas, siguió luchando por su familia. Hasta que su corazón
le pidió dejar la vida, porque ella no hubiera querido hacerlo. Nos dejó de
golpe, sin darnos tiempo a pensar en la posibilidad de perderla. Todo el
sufrimiento que Dios le evitó pasó por nuestro corazón.
Tuve
que soportar tu agonía para darle gracias a Dios por aquel desgarro
repentino. Años más tarde, moriría su
hijo, esposa y nietos en un cruel accidente. Y supe que su partida había sido
una bendición divina…
Como
siempre, la vida me mostró que los planes de Dios son insondables y sólo la fe
nos da la respuesta.